"... Vamos allá donde ruge
la mar abierta, al pie del Parnaso, donde la nieve
ciñe con su blancura las rocas délficas...
"... Vamos allá donde llega el rumor de Tebas y el Ismenos,
en tierra de Cadmos,
de donde nos vino y a donde nos remite el Dios esperado"
Hölderlin.
Fruto de placeres orgiásticos realizados, del desenfreno libidinoso no reprimido, Dionisos reconcilió al hombre de los inconvenientes existenciales. Producto de un engendramiento dual que tuvo efecto en el vientre de su madre y en la carne de su padre, obra del parto de un muslo, Dionisos quedó marcado por su origen: en Él, se alojan las mieles adúlteras por la cuales fue concebido, el lúcido vigor y estrépito con el que Zeus devino, y el dolor por la trágica huída de Semele al Hades después de su consumación ante la fulgurante acogida de su amante.
Si la voz del Dios cristiano -según relatan los salmos bíblicos- se expresa a través de la luz y el estentor de un rayo; el instinto líbico divino griego descendió en un trueno a la morada de Cadmo para concebir a Semele e iniciar la gestación de Baco. Habitante de una de las cumbres del Parnaso, epónimo de Tebas -primera ciudad helena que conoció el culto- Dionisos viaja humedecido por el baño con el que las ninfas recibieron su nacimiento, acompañado por las ménades o bacantes que bailan con Él en su viaje entre noches embriagantes. El único sentido del rito de Dionisos es la satisfacción, la realización de los presupuestos vívidos. La finalidad de su permanencia es la fuga, el objetivo de estar, huír.
En el delirio embriagador dionisiaco habitan los placeres del dolor, el júbilo melancólico, la nostalgia de lo perdido. El éxtasis de los ditirambos que se escuchan en el culto a Dionisos revela las ausencias, pone a la luz la angustia del tiempo y vierte de frenesí el sufrimiento de la vida.
La emergencia de Lisio, Leneo, Evio, Baco, Bromo o Dionisos -de acuerdo a las diversas denominaciones de la tragedia griega y las ulteriores adaptaciones que realizaron los romanos- desvaneció las limitaciones délficas que invitaban a la mesura excesiva. Con Él, hizo eclosión el extático estentor con el que irrumpen los pesares para llenar de vida la condena de saberse finito. Deidad maldita que yace oculto en las fibras de la viña, desprende los velos del ser hasta dejarlo desnudo, para separarlo de todo lo accesorio que lo ha encubierto y dejarlo en el abandono. Leteo terrenal que permite el desprendimiento de los afanes etéreos, se revela -siguiendo a Baudelaire- como penetrante bálsamo que redime de toda miseria al poeta abrumado.
Líquido embriagante provocador de sollozos, su erupción ocurre entre juegos delirantes de desconsuelo, en el abrazo de la angustia que, al mismo tiempo, permite despertar de esa pesadilla que es la historia según el Ulises de Joyce. Luz mortecina -evocando a Van Gogh- creada por amarillos pálidos y rojos opacos que se desvanecen en hombres afligidos cuya vista descansa en los abismos de botellas vacías.
La angustia, el duelo, tienen una profunda influencia creadora. El extracto dionisiaco descubre los velos de una realidad asfixiante -a los que algunos le han dado un carácter de aparente- para poner a la luz un mundo creado, al que se le asigna el atributo de real. La embriaguez, esa operación soberana, experiencia interior o punto extremo de lo posible de acuerdo a las denominaciones de Bataille, ilumina el sufrimiento, evoca las carencias, lo que ha sido negado o privado, para hacerlo presente, alcanzable.
Melanie Klein no cae en un error cuando afirma que la actividad artística tiene, desde su génesis misma, una actitud depresiva que retrotrae lo reprimido, provocando la emergencia de una nostalgia en la que habita el dolor de lo perdido. Eclosión de energía negada en la que el dolor de la vida incentiva el espíritu transformador. Confrontación con la antagonía de la existencia, con la fatiga de estar vivos que, a través de la palabra, penetra espacios trágicos para hacer habitables mundos prohibidos.
Dionisos descubre al ser como algo enfermo, empañado y le provoca -como dijo el asesino Nietzsche- una náusea que es sentida como medio para crear; desvela vacíos, abismos e incentiva la emergencia de lo universal natural.
Detrás de la actividad creativa se esconde una enfermedad -ilusoria o real- que es descubierta por las fibras de la vid del rito dionisiaco. Es este padecimiento o dolencia, el que adquiere formas a través de la palabra. Es este desconsuelo humedecido por los efluvios de Baco el que se expulsa, el que sale a la luz. Ya lo ha dicho Paz, la creación literaria es un exorcismo de sí mismo.
Para Freud, existe un lazo de unión entre la creación literaria y los sueños: expulsión de lo inconsciente, retorno a la infancia, desalojo de represiones, lenguaje simbólico que se expresa en palabras. Empero, después de la infección que el padre del psicoanálisis incubó en los sueños, contagiando a éstos con la epidemia del sentido y del lenguaje descifrable, ya sólo Baco quedó con un nexo de parentesco que lo familiariza a la palabra.
El psicólogo alemán condensó el lenguaje. Definió símbolos que remitían a imágenes delimitadas, específicas. Al hacerlo, ultrajó el azar, violó la espontaneidad. Después de que Freud desgarró lo onírico de los sueños, asesinando lo mítico y cometiendo un crimen con lo accidental, únicamente el culto dionisiaco es el que invita a la confrontación de la existencia para crear a través de la palabra.
Bajo el rito de Baco, la palabra es sangre enervada que fluye de la herida de estar vivos. Es el hogar que refugia al que yace en el abandono, en el que se alojan almas negadas que se colman de luz. La palabra es desahogo. Carnaval de desconcierto. Es desconsuelo, ausencia que se hace presente. Regreso a lo ingenuo, búsqueda del accidente.
La palabra -una vez más el aliento de Paz sopla al oído- es monologo que, al enfrentarse a otro, dialoga. En ella habita un ser perdido, extraviado, que abre la puerta a otro que se pretende identificar. Es por ello que, en la búsqueda que se emprende sobre sí mismo, sólo aparecen decenas o cientos de nadie, de seres negados que han comprendido que existen espacios incómodos para vivir y que, sin duda, el peor de todos no es sino aquel que habita uno mismo. Quien hace uso de ella, tiene el don de metamorfosearse en cualquier ser, de adquirir otra personalidad, de dejar de ser lo que se ha sido.
La búsqueda del yo a través del verbo -apunta Kundera- es siempre paradójica. pues está caracterizada por su insaciabilidad. Toda fragmentación de uno mismo condena a una fractura permanente, a una atomización infinita. Borges ha sido más claro al dudar sobre su propia existencia: "No estoy seguro de yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado...Nada, nada, amigo mío, lo que he dicho: no estoy seguro de nada, no sé nada. Imagínese que ni siquiera sé la fecha de mi muerte". Esta es la razón por la que, cuando soplamos el polvo de la lápida en la cual yacemos en vida, aparecen múltiples nombres... excepto el nuestro. Estamos cubiertos por disfraces, máscaras, velos. Nuestra condición es la inexistencia. No somos. Somos nunca.
"Los sepultureros engendran niños -decía Cioran- los incurables hacen abundantes proyectos, los escépticos escriben...". Por supuesto, la palabra es creencia negada. Blasfemia. Profanación. Duda que adquiere certidumbre. Apela. Busca a otro. Es complicidad pues construye escenarios donde coexisten hombres que comparten responsabilidades.
En el culto dionisiaco, la palabra viaja y se entreteje en las sinuosas sendas de lo irracional, desbordando las fronteras de lo posible para invadir lo extraño. Delirante, artificiosa, agónica en vida, está en permanente diálogo con el vacío. Toda palabra tiene, frente y tras de sí, la sombra de la aausencia. Entre cada una de ellas existe un espacio virginal, un abismo que también habla, refiere, un silencio que significa.
Empero, este lugar inhabitado no es el único que se construye en la creación literaria. Aunado a ello, cada palabra deja dentro de sí misma una profunda cavidad de separación, que protege e incentiva lo accidental. Toda palabra se abandona dentro de sí, acude a sus propios funerales, se ausenta para permitir el flujo de la espontaneidad, para inhibir su extinción.
El respeto por este abismo es, probablemente, uno de los mayores méritos del literato. No pretende, de ninguna forma, una apropiación de todas las fosas que se abren dentro de aquéllas. No intenta expropiar esos intersticios para hacerlos suyos y asignarles un sentido específico, delimitado. Por el contrario les rinde homenaje y otorga vida. Aún más, en el murmullo de Baco, el escritor ensancha estos espacios vacíos para hacerlos flexibles, dúctiles, para provocar el flujo del dolor y desvanecer las fronteras de lo ilusorio.
La palabra, pues, proyecta una enorme sombra por la luz que arroja el embriagador advenimiento de Dionisos. Una penumbra llena de vacíos por los cuales se emprende la fuga interior. Opacidad en la que se abren abismos que fungen como ductos de desagüe de sí mismo. Asilo de desesperados. Refugio de enfermos de vida, de hombres aislados, suicidas, de todo aquél que experimenta la fatiga de existir.
El delirante éxtasis del estado dionisiaco fluye en una nueva morada a la cual es posible acudir, la palabra: hogar en el que el ser acontece.