Hay una película de
los ochenta por la que siento verdadera predilección.
Seguro que habéis oído hablar de ella: Blade Runner.
Allí tenemos a Harrison Ford, todavía joven, encarnando
a un blade runner, un policía espacial encargado de
atrapar y retirar de la circulación a unos seres
llamados "replicantes". Estos replicantes eran
algo así como robots perfectos prácticamente imposibles
de diferenciar de los humanos. De hecho la película
empieza con un interrogatorio en el que se trata de
dilucidar si el interrogado es replicante o humano. Lo
descubren cuando le preguntan por su infancia,
especialmente por su madre; ya sabéis cómo reaccionó.
Las altas esferas del orden establecido estaban muy
preocupadas porque sabían que había una banda de
replicantes de última generación que se había dado
cuenta de su condición y había venido a la Tierra para
ver a su fabricante, básicamente para obtener
respuestas. ¿Sabéis
cuáles eran las preguntas cruciales?
*¿Por qué nos
hiciste?
*¿Por qué nos hiciste
ASÍ?
*¿Cuánto tiempo me
queda?
La primera tendría una
respuesta clara: porque podía y porque érais útiles.
La segunda, por afánde
perfección, por deseo de tener un espejo como el de la
reina malvada de Blancanieves.
¿Cuánto tiempo me
queda? En realidad, más que una pregunta es una
desgarradora incertidumbre: todo lo que he sentido, lo
que he hecho... ¿se desvanece sin más?
Seguro que también
sabréis el final del interrogatorio a su fabricante, a
su creador. El replicante que sobrevive a la persecución
del Blade Runner acaba matando con sus propias manos a su
hacedor, porque en el fondo sólo esperaba de él
respuestas y no encuentra más que una profunda
decepción que agranda todavía más el vacío y la
desesperación que le torturaban.
Esa película está
basada en una novela de ciencia ficción, o quizá no es
tan correcto lo de "ficción" porque cada vez
que la veo vuelvo a estremecerme al darme cuenta de que
lo que hace el replicante abiertamente y sin tapujos, sus
inquietudes, sus preguntas, son las mismas que nosotros
nos hacemos, eso sí, disimuladamente, en la soledad para
que nadie se dé cuenta y nos tome por místicos o
tontos, que hoy día viene a ser lo mismo. Nos hacemos la
mismas preguntas. Ejecutamos la misma sentencia cuando no
encontramos la respuesta: matamos al Hacedor, al Creador.
Hemos matado a Dios (y no me estoy refiriendo a la cruz).
Todas las filosofías, ideologías y formas de vida de
nuestra sociedad (habla un europeo) son herederas,
directa o indirectamente, de las bases fundamentales de
la filosofía de Nietsche: "Dios ha muerto, viva el
superhombre".
Esa es una respuesta,
eliminar al Dios arbitrario e impotente. La otra es
parecida: tal vez no lo mato yo, pero me lo encuentro
muerto y uso sus restos. Convierto a Dios en algo que
pueda usar. Me fabrico (ahora soy yo el hacedor) un
"gadgetodiós", "gadgetosanantón" o
"gadgetosantabárbara". Hasta tal punto es esto
así que estos artilugios artesanos se convierten en
folclore; utilitarismo religioso y artesanía religiosa a
nuestra medida, todo realmente valioso desde el punto de
vista de la cultura o de la antropologá, pero tan lejos,
tan infinitamente lejos, del Dios real, que que su
Palabra dice que sólo hay una forma de descubir y vivir
su realidad: nacer de nuevo.
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