|
|
Trabajo
y Sociedad |
A partir de este 5º Número de
Trabajo y Sociedad, correspondiente a
la primavera de 2002, incluimos textos provenientes de campos de producción
situados, por así decir, más allá de los ámbitos normales de las ciencias sociales.
Aunque la literatura, las crónicas o los
relatos orales a menudo iluminan la vida social con resplandores que no suelen brillar en la árida prosa de los informes académicos. Además,
los sociólogos suelen olvidar que tal como lo postula Robert Nisbet –en un
texto que está incluido en el primer número de nuestra revista- la sociología
es una forma de arte. Ahora ofrecemos materiales pertenecientes a Clementina Quenel
y Raymond
Carver, el gran cuentista que ha sido llamado el Chejov americano..
Clementina Quainelle, había recibido de su padre francés un apellido que le complicaba las cosas. Para que la comunicación con sus comprovincianos santiagueños fuera simple y sencilla, para que les resultara fácil llamarla, decía, lo cambió por el campaneante "Quenel". Quizás esta haya sido la menor de las identificaciones de Clementina con Santiago del Estero. Nadie como ella comprendió los paisajes de su provincia, los exteriorers y los interiores: las soledades de los caminos y de las gentes. Calor y campesinos, fatales arideces de la geografía y de las almas, tal la materia prima de sus relatos sobrecogedores.
Si se quiere conocer en profundidad el mundo rural del norte de Argentina se deben leer los trabajos sociológicos de Floreal Forni, Hebe Vessuri o Santiago Bilbao, pero resultan inexcusables los relatos de Clementina.
Incluimos un texto de José Andrés Rivas -el mayor concoedor de su obra- sobre la autora, y su cuento La creciente de su libro La luna negra.
Jose Andrés Rivas
Universidad Nacional de Santiago del Estero-Duke University
La vida suele recorrer caminos
imprevisibles: la persona que nos fue destinada puede vivir a la vuelta de la
casa y el paraíso inolvidable, como en el ciudadano Kane, puede estar entre los
juguetes olvidados de la infancia. Esto lo ocurrió a la santiagueña Clementina
Rosa Quenel, cuando de regreso del Buenos Aires de fines de los treinta -que
entonces soñaba con ser "la cabeza de un imperio"-, se reencontró
con los personajes de su tierra que había abandonado. De este reencuentro
surgirían los cuentos de La Luna Negra. Atrás quedaban los cuentos de
estructura fija y final preestablecido, que habían recogido las revistas porteñas.
A partir de entonces, Clementina había encontrado su tema.
La Luna Negra está poblada de seres marginales, que aceptan con
resignación la derrota que les espera. Si en algún momento en ellos asoma la
esperanza, ésta no surgirá de la realidad áspera y desolada, sino del
insondable fondo de ellos mismos. La propia Clementina lo anuncia en el epígrafe:
"Dan su nombre a este libro, destinos desolados y humildes de mi
tierra". La cita es extraña: no habla de personas, sino de
"destinos". De cualquier modo, quiere decir la narradora, no importa
lo que el personaje sueñe o sienta, porque la vida lo llevará por donde
quiera. En última instancia, se repiten en sus páginas las peripecias de los
gauchos de Hernández, que viven en un territorio áspero y despiadado al que,
sin embargo, los une el amor como una condena.
En "La creciente" - el cuento que abre el libro- el personaje Pancho
Leiva avizora desde la puerta de su rancho miserable la llegada de la temible
creciente, mientras su mujer espera la llegada de su hijo. En la segunda parte
del relato, el personaje regresa en medio de las dos crecientes: la del agua que
avanza y la del hijo que nace. Pero la otra creciente, la interior, es la que
importa. Como los otros los cuentos de Clementina, éste se divide entre el
Purgatorio y el Infierno. Es extraño, sin embargo, que a partir de estos
"destinos desolados" el personaje siga soñando con un posible Paraíso.
Clementina Rosa Quenel
Y las aguas salieron de madre.
Eumelio Chaparro, al filo de la media noche, llegó con la noticia:
—¡Huijuuuu... ijuuuuu!....., L'agua se viene...
El eco del grito, por un instante agujereó la noche, y después acabó blando
en la calma diáfana. El jinete mismo fue a fundirse en la sombra del algarrobal
tupido, ladero al cruce de caminos. Iba a azuzar a los otros llevando en vilo
el estuario lleno.
Pancho Leiva quedó inmóvil junto a la puerta de su rancho. Medio
abombado por el sobresalto del anuncio, se restregó los ojos con el revés de
las manos y miró la noche. Clarita y translúcida era. Cargada de estrellas, con
una luna dorada y un resplandor que ardía en las pupilas. Ni un varillazo de
viento estremecía los árboles o sunchales ribereños, y del poleo en flor se
desparramaba como un frasco de perfume.
Nuevamente retumbó desde el otro lado el grito alegre de Eumelio
Chaparro.
Esta vez se hundió con filo de zarpa el eco salvaje y tembló largo, en
todo el silencio ancho.
Despacio, quizás para hacer algo, el hombre se fue hasta el fogón casi
ahogado en cenizas y atizó el sobrante vivo. Arrimó una leña que en seguida
empezó a humear. De un barril sin tapa sacó agua en un tarro y llenó la pava de
lata. Por último, acodándola sobre el fuego, se enderezó aliñando un
"chala". Con pasos lentos se puso a caminar, y bajo el tala raspó un
fósforo que le fotografió en rojo la cara. Dio unas chupadas al chala y
prosiguió la marcha. Dos pasos más allá, una voz de mujer le enlazó desde la
puerta del rancho:
—Ché Pancho, ¿no vas a acostarte, hombre?...
—No pó... dejame aquicito un rato...
—¡Ya no estás podiendo!... ta es pitador y ojo duro el hombre...
—Si no estoy, po, embichao...
No quería dormir. Ni estaba boleado para ello. Allí quedaría hasta el
alba, en acecho. Sí, en acecho. ¿No venía tragando distancias la creciente?
Entonces, ¿qué cristiano era capaz de pegar un ojo? ¡Ocurrencias de mujer!...
Como cuña en el oído llevaba las palabras de pesadilla:
—Dicen que viene con juria esta vuelta, ¡rempujando fiero!...
Mirando hacia adelante se quedó pensativo. Le calculaba que a eso de las
cuatro de la mañana llegaría el apurón del agua. Mascando el cigarro, Pancho
Leiva siguió. Al doblar hacia el río, sus alpargatas tronzaron un yuyaI seco. Recién
advirtió que la falta de agua ya secaba el verde. Cuando llegó a1 arenal de la
orilla, miró la curva del río. La vio en comba, copiando una cadera de mujer
robusta, y abarcó con los ojos el cauce enlamado que desde seis meses atrás
bajaba seco y seguía largo, blanco.
Como si estuviese frente a una quimera, creyó que allá en el talud del
cielo, el lecho muerto pactaba una coyuntura con aquel, difuminándose todo bajo
la reverberación azulosa de la luna. ¡Cosas de la luna no más serían!... Pero,
qué luna ni luna! Por allí, dentro de unas horas vendría el torrente. En un
vértigo, el hombre tuvo el cuadro patente de la furia suelta. Vio el empellón
de las primeras aguas sucias, con cuajarones babosos, y que mala era la
comparación se parecían a una tropilla de baguales desatados... Masculló entre
dientes una maldición áspera, y con rabia aplastó un chilicote que sesgó
caminito de un matorral a otro.
Pegó un salto a la arcilla arenosa del lecho vacío y pareció recuperar
su aplomo, súbitamente arrepentido de la maldición reciente... ¡Qué diablo, en
tierra seca, el río lleno era bendición!.., ¿Acaso él mismo no había gritado
como Eumelio Chaparro y disparado tiros al aire al anuncio de las crecientes?
No en balde le cabestreaba el bote viejo -"El Huaco"-, y la vida se
le amañó en los esteros barrosos del Dulce. Y lindo era verse jineteando en el
lomo rugiente del río, sin aquellos sobrantes de agua que durante meses abrían
brazos en el cauce y varaban su trebejo... ¡Y cuánto más barrigona la
creciente, el golpe de sus remos más audaz y la lucha más engarrada!
Desde los primeros días zarandeaba el bote llevando gente de una orilla
a otra. Cierto que el espinazo le quedaba roto.
—¡Esta vuelta, nues lo mismo!... Y yo diciéndole: ¡llové, llové, pó,
alhajita!...
Habló alto, y su voz fue a lastimarle en el corazón, rudamente. Sin
poderse contener, y castigado por la cólera interior, que, llameante le subía
desde la raíz del instinto, apretó los dientes a la obstinada certidumbre:
—¡Esta vuelta, nues lo mismo!...
¿Y qué?... ¿Iba a huirle como hembra miedosa? Para eso que no le
llamaran Pancho Leiva, el botero. ¡Él, era hombre de pelo en pecho y corajudo,
y en los quince años convividos con el río no le receló ni cuando esparrancaba
en conjunción con el diablo mismo!
Sus pensamientos se agrandaron, altivos, un instante. Luego, tal cual le
picase una víbora, sintió el punzazo de su dolorosa inquietud. Turbado se
agachó, recogió unos terrones, y se puso a tirar a la "sonsera" al
lecho seco.
—¡Pero en esta vuelta, vas a cosquillar, ché Pancho!... —gritó enconado,
y enmarcando en el subconsciente la empecinada visión que le brotaba de muy
adentro.
Volvió los ojos arriba. Millones de estrellas encendían el fondo azul en
cortejo de gozo a la luna quieta, rielante como una cabezota impávida. Seguían
su ruta alta, indiferentes a su angustia de hombre y a la amenaza dramática del
río.
Quien conociera como él, la impiedad del agua, no iba a chacotearle a la
cosa. Bien sabía del bramido de las aguas morenas. Bien conocía el destino de los
sunchales inundados, que iban río abajo igual que barbas flotantes.
Le pareció ver cómo al primer empujón de la correntada, ni uno quedaba
parado. Después, los sacudones bárbaros, que estirando lengüetazos hacia una y
otra banda se chupaban las barrancas; y hacían rebalsar las crestas espumosas.
Después... ¡ah!, después... El caudal crecía, crecía, crecía y pechaba
la masa turbia hasta volcarse a su gusto en los terrenos y bajos ribereños.
Aquello se convertía en una anchura inmensa de agua con hueveras y croar de
sapos. Los ranchos quedaban vacíos con las quinchas pudriéndose en el cinturón
de agua. Algunos se desmoronaban con acatamiento trágico. Las cabritas y los
perros y alguna tamberita eran saldo que se llevaba la gran correntada en locos
remolinos.
Dos años la creciente respetó su rancho. La última vez le dejó sin la
cuja y las pilchas. Pero en esa ocasión se encogió de hombros y bebió "más
tinto pa no asustarse con la tapera..."
—Aura, ¡qué tiene que ver!... Tengo la Celeste, y en el estao qu'está...
De repente se le atoró en la boca una palabrota. Empero, mudo, dando la
espalda al cauce laminado en micas de arenas, volvió al rancho. Desde el patio
oyó el borbollón de la pava a todo hervor y pensó que su rabia hervía igual.
Cuando ya se agachaba sobre el fuego, le pareció oír un gemido que lo
erizó entero. Inmóvil, aguardó en acecho. Nada turbó la calma.y sólo un hálito
dulce trascendía de la noche tibia. No obstante, se incorporó, y con pasos
ahogados se arrimó al rancho y miró por la puerta ancha y abierta como boca en
bostezo.
La luz de la luna daba de lleno sobre la cara de la Celeste. Dormía
hecha un ovillo pequeño, y los cabellos negros, destrenzados, rellenaban la
almohada. Sonrió el hombre, y desde la nuca le resbaló la ternura extraña que
le abría huellas dentro del alma.
—Por mi nues nada... Por esta pobrecita... ¡y en el estao qu'está!...
La creciente llegó con los cielos rosados del amanecer, pero su preñez
no rebalsó el cauce. Temprano, Pancho Leiva, echó el bote al agua y llevó una
cuadrilla de peones hasta el enlame del canal. Se entretuvo por ahí, y sacó
tajada cruzando con el "Huaco" lleno a cincuenta "por
cabeza".
A sus anchas y en su elemento, silbando, gozaba con los chuzazos y las
dentelladas que el agua empeñaba contra el maderamen de la embarcación.
—Velay.... Ni capuja los bordos la creciente... —decía entre
decepcionado y burlón, cuando con la carga del bote afirmaba el malabarismo de
sus remos.
—¡Maulita!... Corcoviale...
Desafiaba a los enviones y al tropel del oleaje, que espoleándole ponía
garras en sus manos, fiereza en sus músculos de cobre desnudo, aliento
diabólico en su coraje.
—L'otro año si jué fiera la cosa... —repetía, aventando sus
aprehensiones de la víspera. ¿Qué más para soliviantar su audacia?
Sentía, alejado el fantasma de la inundación, todos sus nervios tensos
de felicidad. El jornal ganado, la Celeste y su rancho. Todo adquiría a sus
ojos contornos risueños. Se diafanizaba él mismo y su presente, y hasta un
reclamo dulce acuciaba sus pensamientos.
¿Cuándo tendría en sus brazos el hijo, recién nacidito, y blandito? Al
prodigio de la esperanza se creía invencible, y por momentos sus pupilas, cual
hurones negros, abarcaban el río relumbrante bajo el sol, tal como si toda
aquella perspectiva móvil fuera un potro en cuyos ijares él clavaba sus
espuelas a placer. El deliquio le hinchaba el pecho, y entonces gustaba su
grito:
—¡Huijuuuuuuuuuu!...
Volvía alegre a su silbidito, acollarándose, sin darse cuenta, en la
visión de la muchacha. Y se le apretujaban las ideas. Un año que andaba en
junta con ella y sin ganas de volver por la huella sola.
Hereje, bandolero fue para las chinitas, que engatusó a montones. Pero
ninguna le puso "peal", ¡qué caramba!... Siempre dijo: "el
hombre cuanto más solo mejor". Sin embargo, ¡estaba de Dios!, la boca
carnosa de la Celeste, besadora como paloma, porfió en su destino. Esto era
cierto. Sabía que no era una santa, pero en los ojazos zarcos habían caricias
letales. En los primeros tiempos, ¡claro!, le desconfió por temor a que ella le
faltara. La miraba hecho un bicho, con tumulto de celos y reclamos. En una
ocasión hasta la cacheteó porque compró polvos y perfumes en el pueblo. Fue
después, cuando ella le habló de un hijo, que aprendió a quererla refrescando
su frente en el cariño de la muchacha. Desde aquel momento pudo besarla a su
antojo, porque estaba seguro de ella. Ya no se estremecía de celos, y ni juicio
prestaba a las malas lenguas. ¿Qué le importaba que dijeran que a ella se le
conoció la hilacha el mismo día que bajó del tílburi del turco Jachin, que fue
quien la trajo de Tucumán? ¿Y qué, si comentaban que se "desgració"
con el turco a causa de ella, que en seguida no más se entreveró con él? A qué
hacerse mala sangre con las alabanzas del turco, quien para ostentar sus
"derechos" se llenaba la boca diciendo a la rueda del boliche:
"¿la biensa ustede qué bresiosura me trajo del boeblo tocomano? Aura
señores: primero de todo, la Celeste. Antes la boliche sulamente".
Y después, cuando él se la quitó:
—Bobre zonzu ese Pancho. La Celeste e una...
Verdad que un odio bruto le hizo descargar su talero sobre el ojo del
desdichado Jachin. Pero eso quedaba lejos.
Suspendido en sus pensamientos, promedió la tarde. A la hora del ocaso,
de repente, la punta de las oleadas y la avalancha alta de las aguas le
hincaron la primera aguja de angustia.
—¿Pechará más l'agua? —se preguntó. Y ahí no más, "por las
dudas", hundió los remos en dirección al rancherío. Lejos estaba. Pensó,
medio acholado y de golpe: "hay que apurarse, no sea qu'el agua repeche y
la noche se venga encima".
A medida que remontaba aguas arriba, el río, dilatándose, retorcía
remolinos bárbaros. Mas, sus remos desconocedores del vasallaje, trizaban el
cribo de las espumas, rompían en ágil revoleo el ímpetu de la corriente, y en
un salto osado hacían caer una lluvia de gotas oscuras. Hubo un momento en que
el oleaje hinchado, recostó al "Huaco" contra la ramazón flotante de
un árbol descuajado. El hombre, torvo, con arrugas, ya no pensó: "ese
Pancho Leiva, dueño del río..." Su ánimo, como una alimaña acorralada, se
encogió de hoscos presentimientos. La Celeste, el rancho...
¡Qué al rancho se lo llevara el diablo mismo!... ¡Pero a ella, a ella!
La vio alhajita en el nicho de su corazón. La sintió en la raíz de su vida. En
la avidez de todas sus esperanzas. Ansió llegar a ella, aunque fuera a pedazos
y...
Por fin, anocheciendo y con los riñones rotos por el esfuerzo sin
desalientos, alcanzó el vecindario. Recién la contemplación lo dejó inmóvil,
achicado. Vio que los cachetazos de la creciente iban alargándose hasta el
algarrobal de Pujío. Bajó la cabeza, y saltó del bote afiebrado con un alarde
de coraje turbio. El "Huaco", su viejo compañero, con las letras de
su nombre en negro, un minuto zozobró y luego, tumbado, se dejó llevar por la
correntada.
Con agua al pecho, como con resortes en los brazos y las piernas, inició
el avance entre sunchales desmelenados, un fondo fangoso y los empujones del
oleaje.
A1 linde, tras la lucha, se dibujó el rancho, anillado en agua que ya
lamía las quinchas por alcanzar la altura del ventanuco. Rígido, y agarrotado
el corazón, el hombre ya no dudó del zarpazo del río. Con el pecho traspasado,
latiendo una angustia de aullido, gritó:
—¡Celeste!... Contestame...
Flotó la voz en la inmensidad soledosa del drama. Sólo el bramido
revuelto del río y el remedo del eco le respondió:
—...leeesteeeee... taaaammmeee...
Como a propósito un envión de agua empenachó alto y zamarreándole le
hizo tragar líquido sucio por boca y ojos.
—¡Gran perra!...
Escupiendo, se paró de nuevo. Pero, con ojos desorbitados reconoció,
cincuenta metros más allá, la cuja chiquita que él mal labrara en tala para el
hijo en espera. A tumbos corría sobre la superficie. Cerca no más le seguían
las dos sillas de tiento, la batea de amasar y el baulito con los lujos de la
Celeste. Ya no pudo más y, con cara e ímpetu de loco, resbalando y cayendo
salvó la distancia.
En el marco de la puerta se detuvo con el agua arriba de la rodilla.
Allí, sobre el catre, cuyas patas hundidas en agua se anudaban con un
alambre al horcón más fuerte del rancho, estaba la Celeste. Avido, temblando,
riendo, le acarició la cara. Un quejido de ella le contestó:
—¿ Celeste, iá,...?
La mujer apenas se movió. Esbozó una sonrisa de maternidad triste,
trágica, para volcar la afirmación que el hombre pedía.
Pancho Leiva cerró los puños, y cara al cielo y al río, por primera vez lloró.
De La luna negra, cuentos, Editorial Cervantes, Córdoba, 1952
(Volver
al comienzo del artículo)
(Volver
a Nº 5 "Trabajo y Sociedad")