Quien considere a Galicia bajo un prisma geográfico, verá ante sus ojos un país montañoso, aunque suavizado por la erosión; un país de superficie discontinua y predominantemente verde, aunque con los relieves pardos de los montes; un país con abundancia de ríos y de lluvias, de nieblas y de nubes que le dan movilidad a la luz, que la hacen cambiante e incluso "sensible" como si se tratase de una realidad animada; pero también con sol para madurar los cereales y los viñedos.

Un país de dilatada orla litoral, que resiste impertérrito las embestidas del Océano contra el pecho desnudo de sus acantilados y, al mismo tiempo, lo acoge maternal en el regazo de sus rías.

Quien la contemple así, sólo como un país, sólo como un paisaje, verá una tierra de gran belleza, con enorme, casi infinita variedad de formas en su modelado y de tonalidades en sus verdes. Todo ello tan suavmente armonizado que llega a cautivar al espectador más insensible.

Pero en este bello país vive un pueblo con muchos siglos de historia, un pueblo que ha modelado el paisaje con sus propias manos, un pueblo que despierta simpatías en quienes se acercan a conocerlo; un pueblo que ha sabido transmitir de generación en generación, y al tiempo la ha renovado, la personalidad cultural que lo distingue de los demás pueblos.

Dicha personalidad cultural renovada se pone en conocimiento de cualquier viajero que pare en la ciudad de Santiago de Compostela, la más internacional de las ciudades gallegas, la ciudad de piedra viva que palpita con el ritmo estudiantil.

La incidencia de lo compostelano se pone de manifiesto a lo largo de la historia, desde que los conquistadores y colonizadores españoles llevaban en sus belicosos labios, en el momento de la batalla, el <>.

Descubrir Compostela es una aventura que los compostelanos proponemos a nuestros invitados, sabiendo que al término de su visita se sentirán enamorados de ella. Sabiendo que nuestra ciudad cautiva y obliga a volver.