Los tipos folclóricos de Pepino /
de Carlos López Dzur
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Guilimbo Borrero

En los primeros veinte años del siglo XX, se intensificaron los males que en el siglo XIX caracterizaron la explotación del jíbaro. El hambre en las familias, el maltrato del campesino, el ultraje de las niñas del peonaje, la ignorancia, la ignominia y las humillaciones, todos los males sin dejar a uno, se asomaron al campo.

Una reunión de sufridos, disgustados, por causa de ese tratado recibido, se produjo en Guajataca, un barrio de Pepino.

¡Ya no aguantaban más lo que sucedía en una finca de Cecilio Echeandía con uno de sus mayordomos! Alejandro Bernal fue su nombre. Uno de esos Bernales, emparentados con quien de su persona hubo quejas y se le denunció con décimas de muerte, cantadas en 1898: Victorino Bernal Toledo.

Por cuanto los latifundistas, además de enredadores y malapagas, elegían entre sus parentelas gachupinas un verdugo, el capataz incumplido y preponte, el peonaje del campo entre vecinos recaudó en colecta un dinero para que se le diera la muerte.

«¿Quién ha de ser el valiente que lo mate?», preguntaban.

Había que matar a Alejandro, el mayordomo. Y, como no había valor para enfrentarlo, acudieron a un brujo con la oferta.

«¿Cuánto cobrará Guilimbo?», fue la pregunta consiguiente. Rumoran que él mata sin lesna y origina del más fuerte almendro, un árbol carcomido. Al más joven transforma en persona vetarra. Es un espírtu noctívago, brujo temido.

El campo, con su gente, sólo sabe ver sus pleitos malparado, su mala fortuna, viéndoselas negras, sin que ninguno redima o rompa las falsías de la desesperanza. El jíbaro quiere creer, soñar y es bueno; mas pocos son sus amparos. Mas, mal que bien, alegan por ahí, entre Juncal y Cidral, que GuIlimbo compadece y salva.

La fueron con la oferta y se mantuvo en lo dicho.

«Como sé que lo que me dicen de ese mayordomo y lo que hacen es cierto, yo no voy a cobrar nada», escucharon los gestores de la oferta. Se habían reunido en un trecho del camino que va del Juncal a Cidral. «Me voy a encargar de él», dijo el hombre, de 5 pies, nueve pulgadas, nariz aguileña tan filosa que parecía un judío.

Guilimbo Borrero, delgado y gentil, vestía muy bien, con sombrero Fedora, de fibra de Panamá. Y, en fin, que no aceptó un centavo.

Es que ustedes son el pueblo penitente que en los relapsos perviven, con las manos extendidas, mientras a sus pies les pican las tarántulas, pero no digan nada. Ni digan que compraron o tramitaron un servicio mío, taratulados, por un arrebato pasajero. Ni juren que me hablaron en lenguas de tapujos, yendo y girando, por coraje e impotencia, como ruleta paliadota y palillo de suplicaciones.

Cuando puso sus manos en la obra, Guilimbo, el brujo, consultó sus baúles. En el interior del que llamó su baúl de haceres, baúl de hacedores, vio sus cebos, huesos de animales, yerbajos, potes de mierda de boa y variedad de ungüentos y él , entre examinativo e invocante, a cada artículo o material que había guardado, lo miró con muchos ojos. A su mente vino una tarántula que le dijo su nombre: Alejandro Bernal y también escuchó el relincho de su caballo.

Durante toda una noche de invocaciones, inventaría unos polvos mortíferos y determinó las horas en que tendrían efecto y el lugar que tendría que esparcirlos y sudaba una gota fría en su trabajo esotérico.

Salió, al fin, rumbo a las inmediaciones del barrio Guajataca. Jineteó muy seguro que hallaría la tarántula, la víctimas de sus invocaciones. Después casi media hora de cabalgar, vio el caballo de Alejandro, amarrado a una estaca. Quilimbo bajó del suyo y sacó de las alforjas dos puñados de los polvos y los esparció a los costados del caballo y el terreno que caminaría, al momento de irse vuelta a su casa. Echó dos puños más de polvo, cerca de la estaca y al pie de los ijares del animalejo.

Después Guilimbo se distanció y un ceferito suave sopló hacia el Oeste. Dijo para sí: Viene la muerte. Está al llegar la desdicha de la briba, van a llorar los lloraduelos y la Mano de Dios hará justicia a la reala.

A la siete de la noche, el mandamás de la Hacienda de Echeandía se dispuso a subir a su caballo. Y alzó la pierna derecha, con el fin de fijarla al ____ y un dolor estomacal lo sorprendió de improviso. Fue dolores tan intensos que pensó que podría subir a su montura. Mas pudo, tras varios intentos, sobreponerse y llegar a las 7:00 de la noche hasta su casa. Se quitó las botas, a camisa y comenzó a examinarse el ombligo, porque todo su estómago estaba afiebrado e hinchado, como nunca había visto.

Escuchó los relinchos de su caballo. Lo había dejado atado cerca de un ventanal de la casa y se asomó a verlo brincotear, inquietamente, sobre una monterada de tarántulas. Eso se evidenció la misma noche, porque bajó con gran esfuerzo y una antorcha encendida. Quiso que se calmara su caballo y, al acariciar las patas de la bestia, sentía como polvos o sarnas en sus dedos y, aún sí, volvió a la cama. Sin lavarse las manos, regresó a la tarea de sobarse la panza y examinar los colores del ombligo, su hinchadura exgerada…

A las diez de la noche, había crecido tanto la tripa tan maldita que lo asustaba, crecía sin medida, doliéndole. El médico que ordenó que se trajese llegó tarde. Se reventó su ombligo y le salieron de pústulas sanguinolentas y plasmas.

A menos de dos noches de la oferta que hicieron a Guilimbo, aquel día del año ’20, se cumplió lo prometido. Los malvados con los obreros temen a su nombre. En Guajataca, lo bendicen en secreto, sin dejar de aterrorizarse al pensar en sus polvos de huesos y su herbolaria venenosa. A más de treinta años de la muerte del brujo, Guilimbo el que mata, o da buenaventura, aún lo invocan o dan referencias de él para fines políticos.

«A ese candidato de la PAVA, no lo salva ni Guilimbo»: Pirri Márquez, en programa radial del Partido Popular, en 1970.

8-08-2007

Del libro en preparación
Cuentos para esoteristas y otras menudencias
de Carlos López Dzur

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