El ladrón bajo el abrigo / poemario
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CARLOS LOPEZ DZUR

La poesía como botín: Introducción

por Carlos López Dzur

Leer de esta colección de hurtos es meterse en mi guarida. Hacerlo es ya el robo al poquitico permisible de su tiempo. Usted se presta como víctima. La hipótesis de este libro es antiquísima: la apariencia externa de todo símbolo es robo. Oyente y relator, lector y poeta, son cómplices de una tarea que, por correlato, consiste en la confesión del hurto.

Espero que la palabra robar adquiera un nuevo significado una vez se haya terminado de leer las cien páginas de El ladrón bajo el abrigo. La guarida del ladrón es siempre la «casa del lenguaje» (Heidegger). No todos los individuos tienen cierto lenguaje en común, pero andan en acecho por la palabra nueva. Cualquiera sea el lingo recíproco, es el comienzo, el abrazo, ahí donde se constituye la poesía. Verbalizarse poéticamente es hurtar y la valija del despojo es la exposición, la esencia al descubierto, lo que se hurta. Ladrón que roba a ladrón tiene mil años de perdón —así que no me culpen. Sea el abrigo todo lo que está bajo la piel, digno de llamarse esencia, y lo encubierto que ha pasado por el proceso de transferencia, de un ladrón a otro.

Sicológicamente, el proceso que transforma en ladrón se relaciona al apetito, íntimo y primario, por suplantar, como hiciera Jacob al pedir la bendición de su padre Isaac. Para sentirse bendito, separado de la escoria cotidiana y sus menosprecios, Jacob tuvo que agenciarse aquello que tuvo más valor para sí y que le fue auténticamente deseado. La bendición de su padre (la de su madre Rebeca ya la tenía) y el trofeo fueron una suma dual de estas ansias. Una vez, sintetizado por la verbalización, el buen decir que bendice, adquirió el tipo de presencia que quiso con el mundo. El ladrón, como el poeta, hablan desde y por la bendición para el mundo. Llamo a ésto la primogenitura.

Hay quien vende la buena comunicación, la buena-dicción, o sus relatos más sublimes o certeros, por un plato de lentejas; guisados de conformidad y de triunfalidad vulgar y envilecente.

Estos son los Don Nadie de la tierra, los Esaú, quienes no valoran la esencia de los símbolos y que, por tanto, tendrán un lenguaje de sobrevivencia, sin vínculos ni raíces de gratitud y esperanza. Contrario a su hermano Jacob, quien lo suplanta y se apropia de la bendición de su padre, Esaú se vuelve un perseguidor, el criminal resentido y torpe, porque no tiene más artilugios que la fuerza bruta y el regodeo en sus frustraciones y mediocridades. Jacob -convertido aquí en paradigma del poeta, ladrón cósmico y sublime, como Jesús entre ladrones-, es el creador nietzscheano que pisotea a la mediocridad del habla débil, el adorno y regulaciones burocráticas de una civilización barnizada y comodina. En este sentido, Nietzsche y Heidegger coinciden, dándole forma y apertura a grandes robos de las cosas cimeras del Ser, no para sectorizarlas en vanidad, sino deyectándolas en el poder del ser, hacia su guarida alquímica de espíritu: la poesía.

En la tradición de Jacob, yo prefiero la poesía y el hurto de lo que es señero, valioso más allá de la inmediatez del hambre y las cosas de poca cuantía. ¡Qué transmutación es posible por la poesía al redefinir el hurto y al ladrón!

En esta sociedad en que vivimos, marcada con la tendencia a dar precio a todo (y no valor), donde se dice que todo individuo puede ser tentado si se le llega al precio, el mío no será una sopa de lentejas.

Los potenciales más valiosos del ser me han llevado al punto de apetecer más valor que precio. Por tanto, yo robo y poetizo, me visto de sátiro, canto con las ninfas y me devuelvo al mundo, con rituales auténticos que hablan sobre lo que soy y aspiro a ser, por amor a Isaac, a Rebeca, a hombres y mujeres del mañana…

Obsérvese que algunos textos, orginalmente, pertenecieron a otras colecciones poéticas en preparación. En las mismas, los poemas habrían sido inserciones inconexas, sin aporte a la unidad esencial, temas perdidos como hojarasca seca. Aquí han hallado mejor lugar y propiciamiento.

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