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Pandora Melbourne
_______________________________Rosa Carmen Ángeles.
Me dejaste tonta, verdaderamente impresionada, al saber que ya no te llamabas Epifania sino Pandora Melbourne. Porque a tu verdadero nombre, Epifanía Reyes Camino, yo lo asociaba con regalos, juguetes, Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero como mucha gente te decía Pifas, tu decidiste cambiar a Pandora; decías que cuando Dios quiere fastidiar a alguien comienza por el nombre.
Hace tiempo, que caminando por una de las hormigueantes calles de esta ciudad, pasé por el cafetín aquel en donde tú y yo trabajábamos: yo de cajera y tú de mesera, en los tiempos en los que yo estudiaba el bachillerato. Nos encontramos frente a frente, y tú dijiste: "¡Rosa Carmen!" Y yo grité: "¡Pifas!" Y tú agregaste "¡Chiras, pelas!" Y estuvimos a punto de entrar en conflicto, ya que creí que me estabas insultando. Fue nuestro primer intento de pleito desde hacia mucho tiempo. Pero, entonces, lanzando un estallido de risa, me avisaste: "Ya no me llamo Epifania, ahora me llamo Pandora, Pandora Melbourne".
Recuerdo que en la época en que trabajamos juntas eras una muchacha de cara anémica, humilde y sin instrucción, que hablaba poco, pero lo suficiente como para que los demás se dieran cuenta de que no eras muda. Cuando entraste a trabajar de mesera en la cafetería te veías como alguien que invadía mi territorio, pero al cabo de unas horas me había dado cuenta de que vivías una existencia dolorosa y que querías conservar tu empleo tanto como yo quería conservar el mío. Un eco telepático me decía que el dinero que ganabas en aquel café significaba mucho para tu familia. Yo también necesitaba dinero, pero, después de todo, si dejaba de trabajar, contaba con el apoyo de mis padres.
Nuestro abominable jefe, al parecer completamente ajeno al dolor humano, con aquella su voz alterada nos hacía mucho daño; se quejaba de que, como trabajadoras, ambas, éramos una pesadilla. ¿De verdad pensaría eso de nosotras? ¿O sólo quería sentirse superior? Y aunque en aquel cafetín se necesitaban por lo menos dos meseras, el viejo mañoso únicamente te contrató a ti. Y es que tú trabajabas con muchas ganas.
¿Y cómo fue que se te ocurrió ponerte Pandora? ¿De dónde sacaste el apellido Melbourne?
En aquel encuentro yo te propuse que fuésemos a tomar un café y tú aceptaste. Entonces te pregunté: "¿Y que tal, cómo te va?" Y me contaste que estabas viviendo un impresionante romance con un tipo de oficio talabartero, que tenía unos ojos pícaros y recitaba muy bonito: en un concurso le habían dado un diploma. Y el aspecto de ese hombre era una combinación de sevillano y brasileño. Un galán muy guapo que te tomaba en sus brazos y te decía palabras cariñosas en una lengua desconocida, mientras tú te mirabas en sus ojos. Pero al mismo tiempo te causaba grandes quebraderos de cabeza porque estaba casado.
Poniendo cara de ardilla asustada porque quiere llevarse una avellana al hueco de su árbol, me contaste, también, que con tu trabajo ahorraste lo suficiente para comprarte una casa; pero que tu amante había hecho un mal negocio, todo se había perdido y ahora rentabas y el casero amenazaba con echarte. Según dijiste, a aquel hombre lo amabas de corazón por ser un gran amante, y aunque tenías una hija de un matrimonio anterior, y por lo mismo muchas obligaciones, estabas siempre dispuesta a sacarlo de sus compromisos.
Hace poco me enteré que habías pasado a mejor vida. Fue una de tus primas quien me contó que había sido el hígado. Que una tarde llegaste hasta un hospital del Seguro Social quejándote de una pierna, y que para media noche los médicos habían firmado un certificado de defunción en el que decían que habías muerto de un problema del hígado. ¡Qué barbaridad! Algo parecido le ocurrió a un primo mío: empezó con un dolor de brazo, y acabó en el Seguro Social muriendo del riñón. Mi primo, en lugar de pensar que era algo pasajero, untarse algún ungüento y meterse en la cama como lo hubiera hecho cualquiera, haciéndose el muy valiente le dio por exponerse a sorpresas desagradables en el Seguro Social.
¡Ay, Epifania!, ¡o Pandora Melbourne! Y ya nunca más Pifas. Cómo te digan en el otro mundo. Me hubiera gustado que no hubieses ido al Seguro porque tengo la certeza de que ahorita estarías viva y pifiando. Pero en fin. ¿Acaso no he arriesgado, yo también, el pellejo en el Seguro?
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