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Hoteles

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Una francesa que viajaba conmigo a Estados Unidos, me comentaba que a ella le entusiasmaba viajar a San Francisco porque la consideraba tan confortable como cualquier ciudad europea. La francesa lanzó una loa para San Francisco, otra para Europa, y al final me lanzó, con su carota de bisquet, una de las preguntas más sin sentido que he escuchado jamás: "¿Existen hoteles en México?" Ante semejante pregunta en ese momento me dio un calambre.

Supongo que haber agarrado del cogote a la francesa y zarandearla hasta dejarle el cabello apelmazado habría sido caer en una falta grave de cultura; además acción tan violenta daba lugar a que muchos de los pasajeros que viajaban con nosotras en el mismo avión consideraran que verdaderamente México es un país de salvajes. Así que no me quedó otra y me contuve. Sin embargo, en estos días de desasosiego interior en los que la rabieta aún perdura, me he puesto a darle vuelta a mis recuerdos hoteleros y creo, y sostengo, que nosotros los mexicanos no solamente tenemos buenos hoteles en este país, sino que además sabemos darle un toque verdaderamente nacional; por ejemplo: una de esas cadenas hoteleras que en Amsterdam y Viena resultan aburridísimas de tan parecidas entre s¡ y uniformadas, en Acapulco tienen un semblante totalmente diferente. En Viena, en el restaurante, a la hora de los alimentos, aparece un hombre vestido de smoking y presenta una carta que contiene Ragú "a L'ardennaise" o "Gigot" en crote preparados por los más aventajados discípulos de le premier cuisinier du monde. En Acapulco, el capitán de meseros se presenta vestido con calzón de manta y cananas cruzadas al pecho, además de un sombrerote de paja muy revolucionario; un periódico llamado El Otro Hijo del Ahuizote, que en realidad es la carta, y comunica a la clientela que en el lugar se sirven filete en chipotle, mole de guajolote, chalupitas con frijoles fronterizos (preparadas por una señora muy gorda que está tor-teando la masa delante de los comensales), y crepas de huitlacoche. Si en Amsterdam, para amenizar la hora de los alimentos, se presenta un grupo de violines cuyos integrantes visten un traje de levita, en México aparecer un tipo con guitarra, otro con redova y el que sigue con un acordeón; grupo que se denomina a sí mismo como Los Alegres del Arroyo, y que interpretan música que se toca en una pulquería. No sé a que se deber, pero como que a los mexicanos nos encanta andar metiendo en sorpresas al turismo: en algunos hoteles, por ejemplo, se acostumbra halagar a los visitantes con una noche mexicana en donde abundan los cohetes, los espantasuegras y los mariachis; noche mexicana que suele alargarse hasta las 2 ó 3 de la mañana y que de tan entusiasta y animosa a veces resulta que no deja dormir a los huéspedes.

Hotel Casa de Los Sueños, Cancún
( http://www.differentworld.com/mexico/hotels/casa_de_los_suenos/pages/entrance.htm )

Hay en el mundo hoteles que deben tener unos 600 ó 700 años de antigüedad cuando menos, porque muchos fueron castillos; y entonces, aquel rincón que alguna vez se usó como mazmorra para atormentar al enemigo, ahora se ha convertido en una discoteque; un torreón con sus almenas que en su momento sirvió para observar la llegada de los piratas que hacían cada vez más rico a un soberano. Ahora sujetan un letrero lleno de foquitos con un anuncio de una agencia de viajes; y el jardín de los geranios que perteneció a una delicada y suspirosa reina, ha sido arreglado como cancha de tenis donde unas señoras en shorts se disputan una pelota. Entrar a uno de estos castillos y poner cara de sorprendido, además de demostrar falta de experiencia denota que de algún modo uno ha tenido un pariente gendarme. Pero así como hay gente que siempre se acompleja cuando ve algo que en un momento le resultaba inalcanzable, también hay otra que ha aprendido a despreciar todo, y nada les parece suficiente.

Todo mundo habla de las mafias italianas y a m¡, en Florencia, me tocó tratar con un gran mafioso dueño del Hotel Visconti en Piazza Degli Ottaviani no. 1. Desde que reservé el cuarto en la estación del tren - donde además del pago por adelantado casi me arrebataron 10 dólares -, empecé a sospechar que estaba cayendo en las redes de la cosa nostra. Esta familia mafiosa estaba integrada por la abuela: una mujer con cara inofensiva, pero que, ya mirándola a distancia, dejaba ver que en sus buenos tiempos había sido prostituta en Chicago - misma que se encargó de darme, por aquel precio exagerado, tan sólo una espantosa habitación que más que cuarto de hotel parecía guardarropa de cabaret -, la madre: una gorda con ojos de pájaro que se pasaba el tiempo tejiendo y que de seguro siempre fue mujer de hogar porque como prostituta se habría desmayado de hambre; y el hijo: un cuarentón de virilidad vulgar y de maneras cursis con las que pretendía esconder su auténtica identidad de capo. Cuando le reclamé (primero en español y después en inglés) a la anciana con cara de exprostituta el atropello del cual estaba siendo objeto, ésta argumentó que ella era una burra y que no entendía nada que no estuviera dicho en italiano. Después, cuando hablé con el capo mayor y le dejé ver mi inconformidad, éste dijo que si quería me podía ir, pero que, por supuesto, no me regresaría un sólo centavo (o como quien dice: lo caido, caido). A la hora de la factura (me la entregó un tipo con cara de King Kong o tal vez de rinoceronte) se marcaba una cantidad inferior a la que yo había pagado, quizá para hacer lo mismo que hizo Al Capone: trampa con los impuestos; pero ya no quise reclamar por temor a que me fuesen a contestar con un golpe en las narices.

No he conocido en Kentucky, ni tampoco en Nayarit, gente tan hospitalaria como el matrimonio Poppenberger en Salzburgo: ser buenos hosteleros es su orgullo, su vanidad, su gloria. Con esa su facilidad de maneras, su pasión por Gustav Mahler y su ágil mano para preparar pasteles de crema, Trude Poppenberger, además de honesta es una muy buena anfitriona de pensión en un Salzburgo como sacado de uno de los cuentos de Andersen. Hostería, albergue, hostal, pensión, casa de huéspedes..., desde que me ocurrió aquel agravio en el avión he tratado de escribir un poema que hable sobre los lugares de hospedaje en nuestro país: para engomarme los bigotes y decir que por m s chafa o excéntrico que sea un hotel en México todas sus habitaciones tienen baño: que aquí las recepcionistas no se ponen babosas preguntando: "¿lo quiere con baño o sin baño?", porque si, afortunadamente, tenemos un vicio en esta tierra ése es el de bañarnos cada media hora. He tratado de escribir un poema, pero por más que intento no me sale; de tantas cosas buenas y tan surtidas que hay que hablar sobre los hoteles en México mis trabajos y mis afanes en la cabeza se vuelven mazacote y me entra un síntoma como de vértigo.

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