El Mandado
_______________________________Rosa Carmen Ángeles.
Armandito, al que traté mucho en mi adolescencia, porque fue vecino mío, era un muchacho de aspecto macilento y agotado, que tenía los dientes muy bonitos, grandes, bien formados y muy blancos, cosa rara para haber nacido en Durango.
Armando ya no tenía mamá. Según contaba la gente, la que tuvo se llamaba Honoria y era parte de la letra de una canción de corte popular, muy famosa allá en su tierra, aunque al muchacho su padre le aseguraba que la había matado un rayo.
Aunque Armando era un chico medio imbécil que no dejaba en paz ni a los vivos ni a los muertos, no podía decirse exactamente que era un chico malo sino simplemente que era una calamidad: muy frecuentemente le pedía permiso a su padre para salir a jugar a la calle y éste, con tal de quitárselo de encima no se lo negaba: le decía que sí, que sí le daba, aunque casi siempre sólo le permitía salir durante una o dos horas para que se divirtiera. Pero este tiempo Armando lo gastaba haciendo maldades o caminando las horas para recorrer toda la colonia en plan solitario. Con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, caminaba y caminaba viendo pasar los carros por aquí y la gente por allá y regresaba a su casa cuando su progenitor ya había merendado.
A veces su padre, un hombre muy desgastado por el trabajo, se salía de quicio: “oye, Armando, ¿y si intentáramos llevarte al manicomio?” Le preguntaba de vez en cuando el padre, con toda amabilidad, y él contestaba, asimismo amablemente, que no se sentía loco, que no tenía ningún mal en la cabeza y que no era peligroso. Pero al día siguiente, poniendo de pretexto que tenía que comprar en la papelería algo que le pedían en la escuela, Armando se volvía a largar y no regresaba sino hasta la tarde.
En una ocasión en que el padre se encontraba lastimado de una pierna y por lo mismo no resultaba práctico que saliera, ya que cojeaba mucho, mandó al muchacho por el periódico y, además, le encargó que comprara manzanas y uvas. Como ese día era quincena y no tenía cambio, el padre le dio un billete de gran denominación, creo que de a mil pesos, que en esa época era un dinero. Pero cuando se iba a figurar ese señor que aquel dinero sería la perdición de Armando. Porque resulta que en aquella ocasión al muchacho sí se le pasó la mano: con los mil pesos, en vez de irse a comprar lo que su padre le había encargado, se largó a Acapulco.
Cuando el señor de la pierna renga vio que su hijo se tardaba con el periódico y la fruta, pensó que se trataba de las tardanzas de costumbre. Pero dieron las tres de la madrugada cuando, enfundado en su piyama y tiritando de frío, se asomó por última vez por la ventana. Fue entonces cuando rompió a llorar.
Así, con la pata coja como la tenía, se salió a buscarlo en las casas de cada uno de sus amigos del vecindario. Esa vez todos le dijeron que no habían visto a su hijo, incluso yo, que hasta me parece que me burlé del muchacho. Me acuerdo que como a eso de las cuatro de la tarde del día anterior me había encontrado a Armando y hasta le dije: “¡Andas muy estrenado!” A lo que Armando se plantó frente a mí, exhibiendo su chamarra nueva de una piel que parecía de camello y a su vez me preguntó: ”¿Te gusta?” A lo que yo le comenté, poniendo la mano en una de sus mangas: “pues... pues... te diré. Para qué te he de echarte mentiras, esta manga sí me gusta, pero ésta otra me da la impresión como de que todavía la debes.” El muchacho se miró las mangas con gran extrañeza. Pensaba que de haberlas pagado las dos no tenía por que deber todavía una. Ahora lo reconozco; en aquel entonces Armando ya me había gustado para mi puerquito.
El señor papá de Armando fue a la delegación policiaca, a los hospitales e incluso, temblando de miedo y pidiéndole a Dios no encontrarlo ahí, se metió a los anfiteatros. No fue sino hasta que se comunicó con todos los parientes y dio con unos que vivían en Acapulco cuando se enteró sobre el paradero de su hijo. Pues resulta que el mismo Armando les había contado a sus familiares que sí, que su papá lo había mandado a comprar el periódico, pero como le había dado un billete de a mil para hacerlo (siendo que el periódico sólo costaba un peso), pensó que en realidad se lo estaba dando para que se fuera de viaje. De modo que, viéndose con dinero suficiente, abrió un atlas geográfico, comenzó a examinar el mapa y le pareció que no estaría mal viajar a tierras lejanas, encontrar trabajos curiosos, arriesgados, peligrosos y enfrentarse por el camino con tigres y con salvajes, en fin, vivir un thriller. Y fue de esta manera como, sin pensarlo ya más, se largó a Acapulco.
El final de la historia fue que el padre lo perdonó. Pero luego, cuando Armando, como si nada, se volvió a ir sin permiso, esa vez, en cuanto regresó, su padre se quitó el cinturón, le metió una buena paliza y lo llevó corriendo al psiquiatra.